sábado, 17 de mayo de 2025

 

Hace 1 año...


Y hace un año, comencé a ver mis alas. No eran meras extensiones de mi ser, sino manifestaciones de un espíritu que anhelaba volar, explorar, ser libre. Empecé a contemplar su magnitud, su belleza, cómo habían crecido en silencio y sin ser notadas. Hace un año, ya era consciente de que todo sería diferente. Mi corazón, con una voz más fuerte que cualquier grito, me urgía a tomar otro camino. Me pedía moverme, era una sensación arrolladora en mi pecho, un clamor que exigía atención, que requería ser escuchado y comprendido. Eran gritos que resonaban únicamente para mí, en el silencio de mi habitación, en la profundidad de la madrugada.

Mi corazón hablaba de liberación, de derrumbar las capas que había construido a lo largo de los años. Me instaba a romper la burbuja en la que me había refugiado, a confiar en el proceso, asegurándome que todo sería mejor. Pero, el miedo a escucharlo era palpable, como una sombra que se cierne en la oscuridad de la incertidumbre. Mentalmente, me llenaba de excusas, intentando acallar esa voz interna.

Sin embargo, mi corazón resiliente demostró una paciencia inquebrantable. Sabía, con la sabiduría que solo el tiempo y la experiencia otorgan, que poco a poco estaba atendiendo su llamado. Un llamado que no solo venía de él, sino que era un eco de mi alma, una invitación a avanzar, a evolucionar, a dejar ese espacio que ya no era mío.

¿Has sentido alguna vez ese tirón en el alma, esa voz interna que te empuja hacia lo desconocido? Es una voz que no se conforma con lo seguro, que desafía el status quo, que busca más allá de los límites impuestos. Es la voz de la evolución, del crecimiento, del cambio inminente.

Así, con cada día que pasaba, mi resistencia comenzaba a desmoronarse. Comencé a entender que estas alas no eran una carga, sino un regalo; no un desafío, sino una oportunidad. Una oportunidad de volar hacia nuevos horizontes, de descubrir paisajes inexplorados de mi propio ser, de abrazar plenamente la libertad que siempre había sido mía, pero que había temido aceptar.

Y en ese proceso de aceptación, de escucha, de liberación, encontré una fortaleza desconocida. Una fortaleza que me permitía no solo enfrentar mis miedos, sino también acogerlos como parte de mi viaje. Porque cada miedo superado era un paso más hacia el cielo, un batir de alas más fuerte, un vuelo más alto y más cerca de la verdadera esencia de quien soy, a conectar con el amor verdadero.

Ahora, miro hacia atrás y veo el camino recorrido, no con arrepentimiento, sino con gratitud. Porque cada paso, cada duda, cada miedo, fue necesario para que estas alas se desplegaran en su total magnitud. Y mientras sigo volando, sigo aprendiendo, sigo evolucionando, sé que este es solo el comienzo de un viaje sin fin, un viaje de descubrimiento, de amor propio, de libertad infinita.

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